miércoles, 19 de noviembre de 2008

¡Perrea, perrea!

Hacer cosas está sobrevalorado. Para mí la mayor expresión de felicidad que hay en este mundo es poder hacer nada, estar tirado durante un par de horas en el sofá de mi casa, rascándome la barrida o pensando en el origen de la catapulta infernal de los gemelos Derrick. Hasta hace poco esto era un signo de distinción; "es un caballero, entonces", se decía para describir a estas personas.
Sí, es verdad, no es bueno estar mucho tiempo así. Más de dos días sin ocupación, en pijama o chándal, y se entra en un peligroso ensimismamiento. Pero esto es como todo en la vida, hay que saber dosificarse. De la misma manera que no puedes comerte tú solo un buey entero, por muy bueno que esté, tampoco conviene abusar de hacer nada.
Hacer nada es una actividad sumamente elitista, que requiere una preparación y condiciones previas. Quizá, entre éstas, la más importante sea la posibilidad de hacer muchas otras cosas, todas interesantes. Ante todas esas alternativas, sin embargo, uno decide hacer nada. Hacerlo por obligación es una tarea hercúlea, que acaba pronto con nuestro ánimo. Así que, primero de todo, debe ser voluntario.
Es una ocupación tan loable como cualquier otra, ya que, entre otras muchas virtudes, nos permite desconectar y evadirnos. Aquel que se puede entregar con liberalidad a una par de horas (¡o una tarde entera, si se quiere!) a hacer nada, no es un irresponsable, sino alguien con la suficiente madurez como para saber que hay tiempo para todo, que debemos distanciarnos a veces de lo que nos rodea.
Parafraseando a Kipling, podemos decir que si eres capaz de estar una tarde sin hacer nada, ¡serás un hombre!
No sé vosotros, pero yo me voy a tirar un rato en el sofá.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Al que lee...

Le llamamos Ismael. Sabrás que nació con el don de la risa y la intuición de que el mundo estaba loco. Y que ese era todo su patrimonio. Supo evitar el burgo de Meung el primer lunes de abril de 1625, puesto que no quería entrar en la pelea. Una noche lluviosa, mientras huía de espectros, se hospedó en el Poney Pisador, donde esperó en vano a un amigo. Supo siempre que no debía hacer caso de viejos que se emborrachan mientras cantan: “¡Yojojó, y una botella de ron!” Ha evitado en todo momento las malas compañías, porque, lo ha oído, todos lo dicen en voz baja, Quien-tú-sabes ha vuelto.
Una vez, en Londres, se metió en líos. Pero en el 221B de Baker Street encontró toda la ayuda que podía necesitar. Para contar sus buenas noticias a un amigo lejano, envió a un correo ruso, fiel cumplidor del deber, con un corazón de oro, que llega a cualquier lugar, aunque no pueda volver a ver las cosas de la tierra.
Siempre hubo una canción de los Beatles que le recordó los días dorados de la juventud, los primeros amores que sintió. Vivió siempre y, por supuesto, siempre tiene un libro cerca, para encontrarse con otros lectores y querer a toda costa a una sola persona.