miércoles, 27 de febrero de 2008

Continuación


Súbitamente, me desperté. La luz entraba tímidamente por la ventana a través de las blancas cortinas. ¿Dónde estaba? No conseguía ver con mis ojos, el sueño todavía me vencía. Gruñí y me moví en la cama. Algo fallaba ahí, pero no conseguía descifrarlo. Me pasé la mano por los ojos, intentando que así las ideas empezaran a llegar a la cabeza, pero el silencio irreal que me rodeaba impedía que recobrara los sentidos y la consciencia
¡Ah!, por fin me acordé. Faltaba ella, ¿dónde estaba? Miré el despertador, eran las 10:21 de la mañana y no había ni rastro. Tampoco estaba su ropa por la habitación. En el suelo estaban mis vaqueros, mi camiseta y mis calzoncillos mezcladas con la mochila, libros y ropa de otros días, pero todo era mío. No quedaba ni el más mínimo signo de su paso por la habitación; ni tan siquiera el olor que desprendía y en el que con tanto gusto me había sumergido la noche anterior.
Se había marchado en silencio, como si se tratara de una fugitiva que utiliza la oscuridad para desaparecer sin dejar rastro. No dejó una nota, no me había dado su móvil, no sabía donde vivía ni por donde salía. Nos habíamos visto en un bar, nos conocimos y nos gustamos, pasamos la noche entera juntos, nos acostamos, pero se había ido, desapareciendo con la misma facilidad con la que había entrado en mi vida.
Me había gustado, mucho. Y estaba convencido de que a ella también le había gustado yo. ¿Por qué, entonces, se había marchado sin dejar rastro, ninguna señal de su presencia en mi vida? No me había parecido la típica que busca un rollo de una noche y ahí se acaba todo, no. Nos habíamos contado muchas cosas, habíamos recordado nuestras infancias, comparado las cicatrices que cada uno tenía y confiado los miedos que cada noche nos impedían dormir.
Con la mirada clavada en el techo, dibuje su cara en la blanca pintura., sorprendiéndome lo bien que me acordaba de todos sus rasgos. Pensé en su sonrisa, y me deprimí. Si alguien capaz de sonreír así es capaz de desaparecer sin decir adiós, olvidar rápidamente la noche que habíamos compartido y las palabras que nos habíamos dicho, y más aún las que no nos dijimos, es que el mundo es un lugar que no vale la pena. Con nadie me había sentido antes tan a gusto, fruto de esa confianza que nace de forma instantánea en cuanto encuentras a la persona adecuada. Y una vez que creía haberla encontrado, ésta demostraba que no era así, que era tan superficial como tantas otras antes que ella, capaz de borrar de un plumazo el recuerdo de una noche. ¿Cómo poder distinguir, entonces, lo importante de lo prescindible? ¿Cómo saber diferenciar lo auténtico de lo aparente? Quizá me hubiera hecho ilusiones muy rápidamente, pero no había podido evitarlo, habría tenido que ser una persona que no soy.
El silencio de la casa se rompió de repente. Un ruido amortiguado venía del pasillo, como si se hubieran acolchado las paredes para evitar que la casa se hiciera eco de los sonidos. Con la mirada perdida, pensando en ella y donde estaría en aquel momento, vi que la puerta se abría con timidez.
-¡Pero si ya te has depertado dormilón! –me dijo quieta desde la puerta, mientras yo me la quedaba mirando.
-Creía que te habías ido –acerté a decirle, fijándome en sus piernas desnudas, mientras todos mis sentimientos cambiaban con la rapidez que sólo les asiste a los enamorados.
-¿Y por qué me iba a ir? Si esto sólo acaba de empezar –me sonrió mientras se metía en la cama conmigo y nos abrazábamos para besarnos.

domingo, 24 de febrero de 2008

¿te acuerdas?


-¿Te acuerdas de mí?
-No, pero me encantaría.
Su pelo era castaño, pero tan claro que por momentos parecía rubio, o blanco, según como le diera la luz. Era pálida, como recién salida de una familia burguesa inglesa de mediados del siglo XIX. Te la podías imaginar en uno de esos grandes salones victorianos en los que se mezclaban las altas clases británicas para fumar puros, discutir sobre política mundial como quién habla del patio trasero de su casa y establecer alianzas a través de los jóvenes miembros de la familia. Era alta para ser una chica; llegaba casi a mi altura. Sus ojos eran bonitos, aunque no tenían nada especial; no eran verdes ni azules, tampoco eran grandes o profundos. Pero miraban con curiosidad y simpatía, directamente a los ojos, sin ser avasalladores ni inquisitivos. Resultaban, más bien, un foco de atracción del que no se podía apartar la vista. Sonreía con facilidad, animándote de esa manera a seguir hablando con ella y diluyendo las pequeñas imperfecciones que pudieras ver en su rostro (un lunar, un hoyuelo en un lugar equivocado, un ligero tic en el ojo izquierdo…). Hablaba con una voz suave y agradable, como si susurrara dulcemente sus palabras al oído para que sólo las pueda oír aquel al que se dirige.
Le hizo gracia mi respuesta. A pesar de la escasa luz que había en el bar, yo me había quedado fijo en ella desde que había entrado, hacía diez minutos. Había perdido la conversación en la que estaba con mis amigos, mirándola sin cesar. Ella, por supuesto, se dio cuenta, y se giró un par de veces, para ver de quién eran esos ojos que notaba fijos en ella. Hasta que se levantó, fue a la barra a pedir algo y, en vez de volver a su mesa, se acercó decidida donde yo estaba, inclinándose sobre mí para que la oyera mejor sobre el ruido del bar. «¿Te acuerdas de mí?», me preguntó.
Me acordaba de ella, pero no la había reconocido. Manteniendo la sonrisa, me recordó la fiesta en la que nos habíamos conocido pocos meses antes. Habíamos empezado a hablar al quedarnos solos los dos en la mesa de las bebida y acercarnos a la vez a coger la misma botella de whiskey. Al final nos la llevamos a una esquina, para poder acabárnosla a solas sin que nadie nos la quitara. Y poco a poco nos fuimos conociendo: donde trabajamos, qué habíamos estudiado, a donde queríamos viajar, o porque nos gustaba más el otoño que la primavera, si la primera es gris y la segunda luminosa y llena.
-Ya veo, me has olvidado- me dijo, simulando una cara triste y morritos .
-¡Qué va!- protesté.- Es que con tan poca luz no me había dado cuenta de que eras tú.
-¿Es por eso por lo que me estabas mirando?
-¡Síííííí!- le dije sonriendo.- Me sonaba tu cara y estaba tratando de acordarme donde te había visto antes. Y, ya ves, tenía razón.
Todo lo que me rodeaba había desaparecido. No existían los amigos con los que había estado hablando hasta hacía poco, había desaparecido la música y el ruido. Sólo tenía ojos para ella, para su eterna sonrisa que me iluminaba por completo. No sé cuanto rato estuvimos hablando, pero sí que no aparte la vista de ella en ningún momento. Recuerdo sus movimientos y sus gestos, como se agarraba de la manga izquierda de la vieja camiseta negra que llevaba o como cogía y volvía a dejar su vaso en la mesa sin habérselo llevado a los labios. Yo le hablé de mi nuevo trabajo, al que me había cambiado buscando un salto de calidad y me había encontrado con una empresa diariamente al borde del cierre por locura colectiva; y le expliqué mi odisea para hacerme entender en Alemania, cuando intenté pedir en un restaurante utilizando cinco idiomas distintos, mareando al pobre camarero. Mientras, ella me contó sus vacaciones en la playa; me describió el nuevo piso al que se había mudado en el centro con tres amigas y que se caía a pedazos; y confesó las dificultades que tenía en su clase de dibujo para avanzar por su incapacidad para dar volumen a las figuras.
-¿Por qué no te pasas a la fotografía?- le dije, completamente en serio, aunque ella se rio como si le hubiera hecho una broma.
Y así, sin darnos cuenta, llegó la hora en que cerraban el bar. Sin saber qué hacer, nos separamos para hablar cada uno con su grupo. Y yo temí que se volviera hacia mí y me dijera que lo había pasado bien pero que tenía que irse, que esperaba volver a verme, que hasta otra. Apenas hacía caso a mis amigos, desviando la mirada hacia ella, deseando que se quedara sola, esperándome debajo del farol que la alumbraba. Y, de repente, cuando me volví otra vez hacia ella, ahí estaba, acompañada sólo por otra chica, y yo no pude evitar una sonrisa.
Cuando, por fin, me acerqué a ella, después de haberme despedido de mis amigos, me presentó a su amiga, que no tardó en irse, dejándonos solos en aquella calle bajo la luz amarilla del farol.
-¿Y a donde vamos? ¿Quieres ir a otro bar? –le pregunté.
-No… ¿Por qué no damos una vuelta por aquí? Ahora está tranquilo y hace buena noche.
Las calles de alrededor eran peatonales y estrechas, con antiguas casas de dos pisos. Todos los bares que había por ahí ya habían cerrado, y el silencio sólo se rompía por el ruido de locales lejanos, donde todavía se atendía a los noctámbulos. Así que nos encontramos los dos solos, paseando, mientras nos contábamos viejos recuerdos y nos sonreíamos el uno al otro.
Después de dar varias vueltas, de pasar dos o tres veces por la misma calle, llegamos a una pequeña plaza, en uno de cuyos extremos había una bonita estatua de un viejo poeta, tan olvidado que hasta su nombre estaba oculto por las plantas que habían crecido cerca de ella. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra, ella con las piernas cruzadas y yo con los pies en el suelo.
-Es bonito este sitio -dijo mirando alrededor de la plaza-. No lo conocía, y mira que he salido veces por aquí.
-Está un poco escondida, pero es de mis favoritos. A mí me gusta porque, aparte de que es bonita, es un lugar muy íntimo: una plaza pequeña y tan rodeada de casas y pequeña, y muy poca gente que pasa.
En ese momento me giré y, al ver sus sonrientes ojos fijos en mí, me incliné sobre ella, bajo la atenta mirada del poeta, para besarla por primera vez.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Carta de amor perdida de un autor desconocido a una mujer inexistente


«Ayer subí a lo alto de la montaña. Ojalá hubieras podido estar ahí, pues recuerdo que a ti siempre te gustaron los grandes espacios abiertos. En la cumbre, si alzas los brazos, alcanzas a tocar el azul del cielo con las yemas de los dedos; a través del arco iris, te atreves a cruzar de una montaña a otra; y puedes mirar directamente al sol, sin deslumbrarte, para desentrañar los misterios de tantos años pasados.
Recordé la historia que me contaste un día sobre los acantilados de un pequeño pueblo. Según decías, las gentes del lugar aseguraban que allí se encontró una pareja, dispuestos ambos a lanzarse para poner fin a sus tristes días. Al encontrar una compañía inesperada, demoraron su decisión. Animados por las fugaces miradas que se lanzaban, empezaron tímidamente a conversar. Y así siguieron, todo el día y toda la noche, hasta que, poco después de amanecer, perdidamente enamorados el uno del otro, decidieron lanzarse juntos, de la mano, para poder acabar sus vidas en ese instante de gozosa felicidad que por fin habían conocido.
Habrá gente que dirá que es muy romántico; para otros, no será más que un cuento chino que se inventaron los charlatanes del pueblo. No sé quién tendrá razón, aunque, probablemente, dependiendo de mi estado de mi ánimo, se la daría a los dos. Sólo te puedo decir que entiendo a los protagonistas de la historia. Yo también preferiría irme en ese instante en el que sabes que eres feliz, feliz como nunca pensabas que ibas a ser y, presientes, no podrás volver a serlo nunca más. Así, no tienes que pasar el resto de tu vida recordando ese momento, tratando de revivirlo y logrando sólo copias en blanco y negro de lo que había sido una imagen rica en colores y matices.
Antes, en mi habitación, la misma desde la que te escribo, había pósters y fotos. Eran las típicas imágenes que hacen que te detengas. Lugares mágicos que hablan directamente al alma, donde pocas personas han llegado, que conservan la magia del principio, cuando aún no existía el tiempo. Pero ahora las paredes están lisas, cubiertas sólo por la blanca pintura. En ella, sin embargo, puedo ver más que en mi vieja decoración. Y en cada centímetro que me rodea puedo ver fragmentos de tu sonrisa, oir las palabras que me dirigías cuando no te escuchaba y sentir una parte del futuro que nos había imaginado.
No sé que más contarte.»

sábado, 16 de febrero de 2008

¡¡¡TODO EL MUNDO A VER JUNO!!!


Fresca, graciosa, sencilla, elegante, Juno es la última película que me ha hecho soñar con otra vida. El argumento es simple: una chica de 16 años (una preciosa y para mí desconocida Ellen Page) se queda embarazada, y tras rechazar la opción de abortar, decide buscar unos padres de adopción para su hijo. Así descubre a una rica pareja, en la que ella parece una pija inaguantable y él un comprensivo treintañero que añora unos años de juventud no tan lejanos. A partir de aquí, la película sigue el embarazo de Juno, mientras vamos descubriendo a los personajes (que son el centro de la película), descubriendo que no todo es como parece a primera vista, y que hasta los más fuertes necesitan apoyarse en alguien.

Anyone else but you

You're a part time lover and a full time friend

The monkey on you're back is the latest trend

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

I kiss you on the brain in the shadow of a train

I kiss you all starry eyed, my body's swinging from side to side

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

Here is the church and here is the steeple

We sure are cute for two ugly people

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

The pebbles forgive me, the trees forgive me

So why can't, you forgive me?

I don't see what anyone can see, in anyone else

But youI will find my nitch in your car

With my mp3 DVD rumple-packed guitar

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

Du du du du du du dudu

Du du du du du du dudu

Du du du du du du dudu du

Up up down down left right left right B A start

Just because we use cheats doesn't mean we're not smart

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

You are always trying to keep it real

I'm in love with how you feel

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

We both have shiny happy fits of rage

You want more fans, I want more stage

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

Don Quixote was a steel driving man

My name is Adam I'm your biggest fan

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

Squinched up your face and did a dance

You shook a little turd out of the bottom of your pants

I don't see what anyone can see, in anyone else

But you

Du du du du du du dudu

Du du du du du du dudu

Du du du du du du dudu du

But you

martes, 12 de febrero de 2008

Una apuesta perdida


Parecen lejanos esos días, como si fueran solo un sueño o hubieran pertenecido a otra persona. Días azules que prometían el mundo entero y otra forma de ver la vida. Abrir los ojos significaba una nueva alegría, cada segundo una esperanza, y en todos sitios veía lo que estaba buscando. Colgado de un sentimiento, parecía capaz de cualquier meta. Una inspiración diferente a todo lo que hasta entonces conocía me había cambiado por completo, y los retos que antes me habían asustado eran, de repente, inconsistentes pruebas de mi capacidad.
Seguía siendo yo, pero un yo que, con la misma concepción del mundo, trataba de sacarle partido y no se sentía amenazado por lo que ofrecía. La vida había dejado de ser un reto para convertirse en el momento que tenía, en aquello que debía aprovechar. Supe, de manera instantánea, que había llegado mi hora, y comprendí lo que hasta entonces creía que no era más palabrería insensata. Estaba ante mí, y dí un paso al frente, consciente de todo lo que suponía; pero sabía que si no lo daba, perdía la oportunidad que se presentaba y que lo lamentaría toda mi vida. Sin ningún tipo de protección, sin hacer caso a nada más que a mis sentimientos, me sumergí en las delicias que me ofrecían los días. Inconsciente de mí, puse mi vida en el tablero sin dudarlo un segundo, un todo o nada en el que me jugaba incluso aquello que no entraba en la apuesta.
Sentir que había ganado fue llegar hasta más allá de donde nunca pensé que llegaría. Si existe el Paraíso, es un estado de ánimo como el que yo tenía en esos días. Apenas nos vimos, separados por una distancia insalvable, pero yo podía descifrar la expresión de su cara y los pensamientos que tenía. Nunca me he sentido tan cercano a una persona, a pesar de que sólo teníamos el telefóno conocía todos y cada uno de sus sentimientos. No necesitábamos hablar para decir «te quiero», con sólo apretar el botón nos lo decíamos todo, y los silencios estaban llenos de las cosas que queríamos decirnos pero para las cuales aún no se habían hecho palabras.
No sé cuando fue, pero, de repente, algo se torció. La rueda que hasta entonces giraba por mí, comenzó, poco a poco, a desplazarse en otro sentido. Primero fue solo algo que no pensamos o que no dijimos, luego un silencio menos lleno que antes, y así, poco a poco, de la misma manera imprevisible con la que comenzó, todo empezó a morir. Si las palabras lo cambian todo, fueron las que no dijimos las que empezaron a cambiar las cosas, las que mataron aquello que yo creía indestructible, dejándolo morir una noche fría, bajo un puente cualquiera, como si fuera algo por lo que no mereciera la pena preocuparse. Y mi apuesta, que había parecido ganadora, pasó a ser derrotada con la misma facilidad con la que los silencios se quedaron sin palabras.
Intenté engañarme y pensar que todo seguía igual, pero llegó un día en el que ya no pude escapar de la realidad, y tuve que hacer la pregunta que más temía. Por primera vez en mi vida reuní el valor necesario para hacer algo que tememos. Y al oir lo que temía supe perfectamente lo que me iba a ocurrir. Sus palabras, su «todo ha cambiado», mató ese nuevo yo, dando paso a otro nuevo, lleno de miserias y dudas, que no intenta más que morir y dejar que otro ocupe su lugar. Y desde ese lunes 8 de mayo el sol se ocultó, y todavía no ha aparecido. Los días azules desaparecieron, el mundo volvió a cambiar, un nuevo lugar, peor que nunca, más terrible y lóbrego de lo que nunca fue, incapaz de ofrecer los regalos que el día anterior le hacía.
El calor dio paso al frío, el frío a la indiferencia, y ésta al vacío. La confianza desapareció, y lo que pensaba que era amor se descubrió como una vaga neblina indefinida, donde no hay nada a lo que agarrarse.
Todo parece tan lejano. No es posible que sea la misma persona la que vivió aquellos días y sonreía de aquella manera, a ésta que se arrastra demandando una caricia, una mirada, una palabra... El dolor no solo sustituyó al amor, sino que lo desterró, y ahora los sentimientos de aquellos días parecen un lejano recuerdo de otra vida, como si lo hubiera visto en una película hace muchos años: borrosos, irreales.

domingo, 10 de febrero de 2008

Adiós


Te miro mientras estás durmiendo, atento al suave sonido que haces mientras respiras, al leve aleteo de tu nariz, a los gestos que haces mientras sueñas. Es muy tarde ya, dentro de poco amanecerá, pero yo no tengo ganas de que acabe este momento, quiero mantenerme siempre así, observándote en silencio, sin ningún otro pensamiento, sin preocupaciones, ni más aspiraciones. Habrá quién diga que eso no es vivir, pero para mí lo significas todo, y este instante de intimidad que me ha dado la vida no lo puedo desaprovechar, uno de los pocos momentos en que te puedo contemplar sin más distracciones.
Ahora ha sonado el despertador, pero yo no lo apago, espero a que lo hagas tú. Permaneces quieta, como si no oyeras el timbre, hasta que tus párpados empiezan a moverse. Estás todavía durmiendo, intentando descifrar cual es ese sonido que se ha colado en tu sueño. Por fin, ya, abres los ojos, mueves la cabeza a tu izquierda y ves la pantallita iluminada. Con tu mano derecha apagas el despertador, lo tumbas, para no tener que ver que hora es, y suspiras. Un largo y profundo suspiro, con el que tratas de deshacerte de todas tus preocupaciones y tener el espíritu libre para afrontar una nueva jornada. Recuerdo el día en que te ví hacerlo por primera vez, un día triste, a pesar del sol radiante que lucía en el cielo azul. Yo acababa de morir, atropellado cuando volvía de comprar el pan y el periódico del sábado, aquel en el que salía tu artículo sobre los nuevos diseñadores de moda, que tanto te había costado, pero del que tan orgullosa estabas. Era la mañana del día después, domingo, cuando te despertaste y, por primera vez, no me viste a tu lado, quejándome, como era normal en mí cada mañana. ¿Te acuerdas? Yo siempre tenía sueño cuando había que despertarse, hubiera dormido 20 horas o tan solo una. A ti te hacía gracia aquello, aunque alguna que otra vez te cabreaste conmigo, como aquel día, cuando teníamos que ir a comer a casa de tus padres, el día del cumpleaños de tu sobrinita, y se nos hizo tarde, y yo no me quería levantar, quería estar más en la cama, jugueteando contigo. Al principio te reíste, pero enseguida pusiste mala cara y acabaste gritando, cabreada, hasta las narices de estar con un “maldito sibarita”.
Pero, desde entonces, ya nunca más has vuelto a oír a nadie quejarse, y lo echas de menos, y por eso tienes que suspirar profundamente, para tener la fuerza de levantarte cada mañana, ver las caras sonrientes de la gente, caras que a ti sólo te traen recuerdos de otros días, cuando nosotros también sonreíamos, porque éramos felices con las pequeñas cosas, como que la camarera del bar de la esquina nos invita a una caña porque sí, porque le ha gustado la camiseta que llevas hoy. Y es que, desde aquel día, no has vuelto a sonreír, no al menos como lo hacías antes, con esa sonrisa fácil y contagiosa, de donde irradiaba una tranquilidad y felicidad completa, y que me hacía la persona más feliz del mundo a la vez, ver que estabas así conmigo era más de lo que nunca había pedido en mi vida.
Y todo esto, ver como estás viviendo desde el día en que me fui me está matando otra vez, siento como propio tu dolor, ya sabes como soy. Cuando estaba contigo, tu felicidad era la mía, tu dolor el mío, y no podía solucionarlo. Y lo pasé mal cuando fallecí, porque no pude despedirme de ti, pero lo estoy pasando peor ahora, porque sé que sufres y no puedo apoyarte como hacía antes, cuando hablábamos por teléfono primero, o luego en el parque o en el bar, o donde fuera, te cogía fuerte y te decía lo primero que me venía a la cabeza, lo que fuera con tal de que dejaras de estar triste.
Espero que algún día dejes de suspirar, de necesitar expulsar los malos pensamientos para enfrentarte al mundo que hay fuera. Porque sé que tienes la fuerza para hacerlo, solo que te da miedo, no sé el que, quizá porque tienes que seguir viviendo. Hasta entonces, seguiré a tu lado, aunque tú no lo sepas, a la espera de que decidas volver a vivir como antes, a disfrutar de cada instante, y dejes de recordarme con pena, sino con una sonrisa en la boca.

sábado, 9 de febrero de 2008

Sueños de juventud


Aquel día me desperté pronto, poco después de las seis de la mañana. Quería salir temprano, así que lo había dejado todo preparado la noche anterior: la ropa sobre la silla, al lado de la única mesa que había en la habitación, puesta según el orden en el que me iba a vestir. La pequeña maleta que me acompañaba en el viaje estaba lista, con mis escasas pertenencias dentro, al lado de la puerta. Todo preparado, por tanto, para perder el menor tiempo posible, lo indispensable: una rápida ducha y un ligero desayuno, que tomé de pie, al lado de la ventana, mientras los primeros rayos de sol empezaban a iluminar las calles y, perezosamente, unas pocas figuras daban la bienvenida al día. Al mismo tiempo que el reloj daba las seis y media cerraba la puerta de la habitación, cerrando una página de mi vida, a la espera de empezar la siguiente.
Me presentaré. Soy un tipo sin ninguna cualidad especial, completamente normal. Tengo casi 40 años, de estatura media, moreno, pelo corto, con el mismo peinado que mi madre utilizaba cuando yo era todavía demasiado pequeño para hacerlo por mí mismo, a un lado, con la raya en la izquierda. Aunque en los últimos tiempos he ganado algo de peso, soy lo que podríamos llamar normal, ni delgado ni gordo. Mis aficiones preferidas son pasear, leer, ver cine negro americano de los años 30 y 40, nada especial, nada que no se pueda encontrar en muchas otras personas. Mi comida favorita es la pasta, prefiero la carne al pescado, en verano tomó muchas ensaladas, y en invierno prefiero las legumbres, aunque no he logrado llegar a hacerlas como las hacía mi madre. No me gusta el vino, ni el champaña, ni la cerveza, ni el café, ni el té. De hecho, no me suelen gustar las cosas que no me gustaban cuando tenía diez años. Lo que más me gusta en el mundo es sentarme en el parque en otoño, un día después de que haya llovido. El aire es limpio, fresco, aunque estés en el centro de una gran ciudad puedes oler las plantas y los árboles que te rodean. Esa sensación me gusta porque es uno de los pocos momentos en los que estoy en paz conmigo mismo, con el mundo y con todo lo que me rodea. A veces llevo un libro y leo unas páginas, pocas, porque prefiero disfrutar ese instante en su plenitud. Desgraciadamente, al día siguiente esa sensación desaparece.
La decisión de marcharme fue una sorpresa para mis conocidos y, debo decir, también para mí. Yo nunca había sido una persona que tomará una decisión tan radical como aquella: abandonarlo todo, la seguridad que había ido cultivando durante años. Lo habitual, lo que todos esperaban que hiciera (y, de hecho, durante un tiempo, yo también pensaba), era que buscara un nuevo trabajo, en el mismo sector en el que había estado desde que empecé a trabajar. Había que aprovechar que todavía se acordaban de mi nombre y de mis aptitudes. Aquella era la decisión normal y yo, como ejemplo de normalidad que era, debía haber seguido ese camino, de la misma manera que lo primero que haces después de cada espectáculo teatral es aplaudir, independientemente de que te haya gustado o no.
Sin embargo, un día, creo que era miércoles, me desperté un poco más pronto que de costumbre. Mi cerebro, simplemente, emitió la orden de dejar de dormir y abrir los ojos. La habitación estaba a oscuras, pero por entre las rendijas de la persiana se dejaban ver ya los primeros rayos de sol, una tímida luz que iluminaba con debilidad la pared de la habitación. Hacía dos semanas que mi empresa había cerrado, debido a que uno de los dueños había robado gran parte del dinero. Desde entonces, superada la primera impresión, me había empezado a mover para encontrar un nuevo trabajo. No estaba, ni mucho menos necesitado, ya que, debido a mi naturaleza precavida había ahorrado durante años, y tenía dinero más que suficiente para mantenerme durante cierto número de meses sin problemas. Por otra parte, aunque me hallaba en la media de edad más complicada para encontrar un nuevo empleo, tenía cierto prestigio, todavía fresco, que debía facilitarme la vuelta al trabajo. No obstante, había iniciado la búsqueda con ciertos temores, pues el encontrarme sin trabajo era una situación anómala que requería una solución inmediata, algo que no encajaba dentro de la normalidad que había regido siempre mi vida. Estos miedos se revelaron totalmente injustificados, pues ya me había entrevistado con varios colegas, y había un par de opciones que tenían buena pinta. Por ello, cuando pienso sobre aquella mañana, más extraordinaria me parece la decisión que tomé.
Con los ojos completamente abiertos, fijos en la luz que se reflejaba en la habitación, comencé a recordar una vieja aspiración que había tenido de pequeño. Cuando, alrededor de los ocho años, empecé a leer, los libros que, desde el primer momento y hasta que lo dejé (cuando, con 23 años, empecé a trabajar y a llegar demasiado cansado para ponerme a leer), mis favoritos fueron siempre los que trataban de viajes, desde aventureros, hasta el típico libro de viajes. Siempre me fascinaron las figuras (auténticos héroes para mí) que se adentraban en lo desconocido de lo lejano, se enfrentaban a la inmensidad del mar o del camino, a la búsqueda de nuevas emociones y tierras. Recuerdo que, cuando tenía 10 años, nos mandaron escribir en clase de lengua una redacción sobre lo que queríamos ser de mayores y a algunos nos tocó leerla. Cuando me tocó ponerme en pie y contar a mis compañeros cual era mi sueño, me temblaban un poco las piernas y las manos, pero no la voz. Y con tono tranquilo les descubrí que lo que de verdad me gustaría era poder viajar por el mundo y descubrir nuevas tierras y culturas, como aquellos personajes sobre los que leía, Marco Polo o, sobre todo, mi favorito, el británico Cook, que no sólo había viajado hasta los más lejanos y desconocidos rincones del mundo, sino que además había realizado grandes aportaciones en el campo de la cartografía. Recordando aquellos sueños de juventud me reí de mi anterior inocencia, pero, a la vez, me sentí seducido por esa aspiración. ¿En qué momento la había perdido? No sabría decirlo, hacía demasiado que no pensaba en esos temas.
A lo largo de todo aquel día no pensé en ninguna otra cosa más que en aquel sueño de juventud. Y, a medida que avanzaban las horas, me daba cuenta que no había perdido nunca esa idea, sólo la había dejado arrinconado, seguramente (ahora lo recordaba) desde que, con 14 años, murió mi padre y tuve que madurar a una inusitada velocidad, para poder apoyar a mi desconsolada madre primero y después, una vez fallecida mi madre, a mis hermanas pequeñas. Todo aquello me hizo tomar una serie de responsabilidades que me impedían por completo dedicarme a sueños quiméricos como aquellos. Pensando en todo esto, me invadió una profunda tristeza. No dudaba que había hecho, no ya lo correcto, sino lo que me habían dictado mi conciencia y mi corazón, que el chico que quería convertirse en viajero y descubridor se puso inmediatamente a disposición de aquellos que le necesitaban. Pero no pude más que lamentar que aquellos sueños que muchas noches me impedían dormir, no se hubieran cumplido nunca.
Y entonces me di cuenta de que, por primera vez en 25 años, estaba en condiciones de hacerlo realidad. No había nada ni nadie que me atara a ningún lugar, y tenía los recursos para lanzarme a iniciar el viaje que quisiera. Y, aunque era consciente de que ya no eran los tiempos en que, con un barco y con la determinación necesaria, se podían descubrir nuevos y paradisíacos lugares, adquiriendo fama para la posteridad, pensé que todavía quedaban muchos parajes que yo debía descubrir para mí.