sábado, 24 de mayo de 2008

Un millón de palabras, un millón de besos

El dos de septiembre de … M se sentó a la mesa de su habitación en el hotel N de la capital. Miraba por la ventana tras haber acabado de escribir una carta, mirando sin ver las nubes y los rayos de sol que se colaban por ellas. Pero a él no le interesaba la magnífica vista que se ofrecía desde su habitación, los prodigios que se elevaban desde el suelo, monumento a la voluntad del hombre por controlar la naturaleza. No se fijó en la orgullosa torre que se había inaugurado ese mismo año, el edificio más alto del mundo, presumían con altivez en aquella ciudad. Tampoco el grandioso espectáculo que sucedía en las calles, donde se podían ver los últimos avances que la ciencia humana había alcanzado.
No, nada de eso. Sus ojos no veían a través de la ventana, su cuerpo no sentía si hacía frío o calor. Porque, aunque su cuerpo estaba entre aquellos muros, su mente se encontraba muy lejos de ahí, vagando por el inabarcable mundo de los sueños y las esperanzas. Pensaba en D, a quién dedicaba todas las mañanas sus primeros pensamientos, en desaparecer los dos juntos para siempre, como se habían susurrado el uno al otro una noche de agosto, en el jardín de la mansión del gobernador. Bajó la vista y leyó otra vez la breve misiva que había escrito:
“Querida D: Ya lo tengo todo preparado. Te esperaré mañana a las doce en el parque de A, al lado de la entrada a la cueva de los T. Zarparemos en la misma tarde. Te quiero, M.”
La emoción le había impedido escribir nada más largo, nada más expresivo. Había tenido que aguantarse la muñeca izquierda para poder escribir mínimamente recto. Tenía los nervios a flor de piel, emocionado porque por fin se habían decidido, dejando atrás las vacilaciones y los miedos, todas las dudas que les habían embargado desde que se conocieron, hacía dos meses, en una recepción en casa del embajador.
Dos ligeros golpes en la puerta le devolvieron a la realidad. Dio un brinco en su silla, de tan concentrado que estaba. Abrió la puerta y vio al botones que había solicitado, pero en aquel momento no sabía que hacía ahí.
-¿Qué quieres? –preguntó violentamente.
-Eeeh… -dudó el chico ante la actitud severa de M, temeroso de haberse equivocado de habitación- perdone señor, tenía que subir a su habitación para recoger una carta urgente que el señor deseaba enviar.
Con esas palabras desapareció toda violencia en la actitud de M. ¡Iba a enviar la carta! Ella la leería dentro de poco, ¡y mañana la encontraría en el parque! De un salto llegó a la mesa donde estaba la misiva, la dobló con rapidez y la metió en el sobre. Se la extendió al joven, que miraba sorprendido el cambio de comportamiento de aquel cliente, que hacía unos segundos tenía una actitud tan violenta, y ahora se movía dubitativo por la habitación.
-Aquí tienes, debe llegar hoy mismo, ¿de acuerdo? No debe haber ningún retraso. Ten, toma –dijo con una sonrisa nerviosa, alargándole un billete de 10.

D no pudo leer el mensaje hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Acababa de sentarse a desayunar con su padre, cuando entró un criado con el correo que había llegado durante los últimos días, mientras padre e hija se encontraban en el castillo del barón de B. Reconoció la escritura nada más poner sus ojos sobre ella, y abrió la carta agitadamente, con el corazón golpeando fuertemente dentro de su pecho, y, más que leerlas, devoró las breves frases que contenía. Pero fue más que suficiente; nunca tan pocas palabras crearon felicidad tan grande. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Levantó la mirada para ver el reloj del comedor: le quedaban tres horas todavía. Lo que para otros sería un plazo muy breve de tiempo, para ello significaba en ese momento una eternidad. Sentía que no iba a poder esperar tanto porque, ¿para qué posponer lo que se desea con tanta fuerza?
Miró a su padre, la única persona por la sentía lástima marcharse. Le quería con toda la fuerza de sus jóvenes dieciocho años, con toda la fuerza que una hija puede querer a un padre que ha tenido que suplir la ausencia de una madre muerta demasiado pronto. Nunca habían pasado una noche separados, y ahora, cuando lo único que deseaba era irse con M, no pudo evitar un sentimiento de culpa por dejar a su padre para siempre. Por precaución, para que no la retrasara ni la convenciera de dar marcha atrás, ni tan siquiera se iba a despedir en persona de él.
-¿Te encuentras bien, cariño? –le preguntó su padre, sorprendido por la alteración de su hija.
-Sí padre, sólo un poco mareada, nada más.
-Quizá ha hecho algo de frío este fin de semana. Y ya se sabe como son esos viejos castillos, sin el más mínimo adelanto moderno. ¿No deberías quizá subir a acostarte un poco?
-No te preocupes, padre, estoy perfectamente. Quizá luego vaya a dar un paseo al parque de A, no he hecho mucho ejercicio estos días, acompañando a la baronesa todas las tardes al lado de la chimenea.
-Bueno, como tú creas mejor.
D apenas pudo disimular su satisfacción. Ya tenía la excusa para acudir a su cita. Tras un desayuno en el que apenas probó bocado por la emoción que sentía, subió a su habitación, para reunir las pocas pertenencias que iba a llevar consigo. Sólo algunas fotos de sus padres cuando eran jóvenes, la alianza su madre, que no se ponía pero que siempre llevaba con ella, y el colgante que le había regalado M, con las fotos de los dos, y que era lo último que veía cada noche antes de acostarse.

Incapaz de aguantar los nervios en la pequeña habitación del hotel, M llevaba levantado desde las cinco de la mañana. Como siempre, nada más despertarse la vio a ella, toda su belleza y su bondad reflejadas en unos ojos verdes, grandes como un enorme bosque. La emoción por el encuentro le tenía completamente absorbido, una obsesión de los dos que, por fin, se vería realizada, pero que le atenazaba y apenas le había permitido conciliar el sueño. Intentó calmarse, dio vueltas y más vueltas por la habitación, probó a leer algún periódico o algún libro, pero las letras impresas se habían vuelto de repente indescifrables para él.
¡Qué diría su familia si le viera en ese estado! Le habían educado en las prestigiosas instituciones de su tierra, de las que se enorgullecía su país por los hombres templados y dominantes que producían, como todos los que pertenecían a su importante familia. Hombres que nunca dejaban que sus emociones les dominaran, capaces de acallar hasta los más profundos sentimientos. Y ahí estaba él, dando vueltas como un loco en una habitación, suspirando por una mujer, ¡y encima de ese país, una hija de los mayores enemigos de su patria! ¿Podía haber mayor desprestigio para su sangre?
Cuando dieron las diez, empezó a vestirse. Sus manos apenas consiguieron hacer el nudo de la corbata. No lograba introducir el extremo por el agujero correspondiente, quedándose con las dos puntas en las manos. No conseguía decidirse qué traje ponerse, qué camino que debía tomar, o si debía preparar algo que decirle cuando la viera. Dudas que no sabía resolver, en una situación novedosa para él, que siempre se había enorgullecido de su fuerza interior y su capacidad para tomar decisiones rápidas. Ahora sólo podía esbozar una sonrisa estúpida delante del espejo, nervioso porque todavía quedaba una hora para las doce. ¡Una hora! ¿Y todavía estaba así? Con rapidez, cogió lo primero que encontró, se lo puso de cualquier manera, anudó la corbata a su cuello sin pararse a mirar si estaba bien o mal y salió de la habitación, temeroso de no encontrar un coche que le llevara hasta el parque.
Llegó con casi veinte minutos de anticipación, con la secreta esperanza de que D estuviera ya esperándolo. Con una sonrisa se rió de su vana esperanza. «¡Tonto!, ¿cómo puedes ser tan ingenuo?», se dijo a sí mismo. Se dispuso a esperar, tranquilo por fin. No tenía ninguna duda de que ella acudiría a su cita, seguro como estaba del amor de las palabras que ella le había dirigido, de la pasión que se reflejaba en las miradas que le dedicaba. Esos sentimientos, se dijo, no se pueden fingir. O, al menos, todavía no a su edad.
Con una sonrisa esperó de pie a la entrada de la cueva, con un cigarro en la mano del que no se acordaba después de haberlo chupado una vez. Miraba a la gente que pasaba a su lado, sonriendo por dentro, comparando la extraordinaria vida que se auguraba a sí mismo al lado de D, frente a las grises vidas del resto, pobre gente que jamás experimentaría la dicha que él iba a conocer. Su imaginación le llevó por tierras que desconocía, con gente que no sabía ni tan siquiera si existían, siempre con ella a su lado.
Embarcado en estos alegres pensamientos, no se percató de que habían pasado ya más de diez minutos sobre la hora convenida. Sin darse cuenta miró su reloj, y se extrañó al ver que su amada se retrasaba. Pero, con ese optimismo que sólo la juventud y la falta de experiencia pueden dar, se dijo que no había nada que temer. ¿Dónde se había visto que una mujer no hiciera esperar a su amante? Sin duda llegaría dentro de poco, sin percatarse de su retraso.
A medida que avanzaban las agujas de su reloj, M fue perdiendo su optimismo, su convencimiento de que llegaría en cualquier momento. Su fresco rostro empezó a sudar, su sonrisa dio pasó a la duda, y la duda se convirtió en terrible desazón cuando comprobó, desolado, que ya era la una y no había ni rastro de D. ¿Por qué no se había presentado?, se preguntaba angustiado a sí mismo. Miles de explicaciones atormentaron su mente, a cada cual más dolorosa: desde que había muerto durante la noche, hasta que se había olvidado de él. Trató de serenarse y rechazar esos negros presentimientos. Debía haber (¡tenía que haberla!) alguna razón lógica que le había impedido llegar, algo o alguien que no le hubiera dejado acudir todavía. Pero seguro que a lo largo del día aparecería por ahí. «¡Tiene que ser así!», se dijo, tratando de infundirse confianza.
Dos horas trascurrieron, pero no apareció nadie. El rostro de M, tras aquella larga espera, sorprendió o asustó a los transeúntes que pasaban delante suyo. Hubo uno, médico, que se acercó a preguntarle si se encontraba bien, pues tenía un color preocupante en la cara. M apenas acertó a mirarle a los ojos y balbucear una respuesta. «No, gracias», dijo, «no hay nada que usted pueda hacer por mí. Ella no ha venido».

En el reloj marcaban las once y diez cuando alguien llamó a la puerta de abajo. D apenas prestó atención, como tampoco lo hizo al ruido que hizo la puerta al abrirse o al mayordomo saludando a los visitantes y llamando a su señor. Tampoco llegó a enterarse de cuando llamaron a su puerta una vez, y sólo se dio cuenta cuando volvieron a llamar con suavidad.
-¿Sí?
-Cariño, han venido a visitarnos los duques de W. ¿Quieres bajar un momento para hablar con la duquesa?
-Me encantaría, padre, pero es que había pensado en dar ese paseo que te había dicho. Siento que necesito salir, me siento un poco apretada en casa.
-Claro que sí cariño, pero ¿no podrías pasear por el jardín con la duquesa? Tengo que tratar asuntos con su marido.
D, que desde hacía dos años venía ejerciendo las funciones de señora de la casa a la hora de recibir a las visitas, no supo cómo salir de esa situación, y tuvo que acabar aceptando la proposición de su padre, a quién nunca había podido negar nada. No pensaba estar mucho tiempo con la duquesa, poniendo cualquier excusa para deshacerse de ella y poder llegar a tiempo al parque.
La duquesa era una mujer mayor, muy orgullosa y plenamente consciente de su importancia social. Estirada, trataba a J con displicencia, deseando dejar claras las diferencias de clase existentes entre ellos, a pesar de la fortuna que el padre de D había acumulado con sus negocios. Pero D apenas le prestaba atención, atenta como estaba al tiempo que pasaba, y pensando en que excusa poner a la anciana dama para escapar.
-Ay, señora, ¡cuánto lo siento! –exclamó a las doce menos diez- Pero me acabo de acordar de que tengo que acudir al hospital de … para ayudar a las monjas. Me comprometí a ir al menos una vez a la semana y habían solicitado mi asistencia para hoy.
-¿Y no podrías esperar un poco, niña? –preguntó la duquesa con una mueca en su cara.
-De verdad que no, señora. La semana pasada no pude acudir y esta vez no quiero faltar.
-En fin, viendo qué eso es lo importante para ti no te impediré que vayas. Aunque quizá tu padre tenga algo importante que decirte.
-Gracias, señora duquesa –respondió rápidamente D, sin prestar atención a las palabras de la duquesa.
Rápidamente subió a su habitación para recoger las escasas pertenencias que quería llevar y salió con el corazón palpitando con fuerza nuevamente, temerosa de llegar tarde pero feliz porque, por fin, se iba a hacer realidad aquello con lo que soñaba.
A punto de salir, se abrieron las puertas del estudio de su padre, de donde salía sonriendo con el duque detrás suyo.
-¿A dónde vas, cariño? –le preguntó solícito su padre.
-Al hospital padre, se me había olvidado por completo que había quedado con las monjas esta mañana –respondió mientras se ponía el sombrero.
-Eso puede esperar, hija. Mira, tenemos algo muy importante que decirte.
-¿Y no me lo puedes decir luego? –le rogó con voz suplicante, temerosa de retrasarse más aún.
-No, hija, tiene que ver contigo y es algo muy importante.
-Bueno, de acuerdo, cuéntame, te escucho padre –dijo, resignada, viéndose obligada a retrasar un poco más el deseado encuentro.
-Verás, esta mañana los duques de W han venido a visitarnos porque tenían que hacernos una proposición. Hemos estado discutiendo los detalles del asunto y hemos concluido que son muy favorables para las dos familias, y ya hemos cerrado todos los aspectos, aunque sólo falta un detalle.
-Me alegro mucho padre, es una gran noticia para todos –dijo D, fingiendo una alegría que en realidad no sentía.
-Verás, sólo queda, como te digo un pequeño asunto, que yo creo que no representará ningún problema.
-¿Y cuál es, padre?
-Hija, el primogénito de los duques solicita tu mano en matrimonio. Yo ya he dado mi bendición al enlace, ahora sólo queda que tú consientas en que esta unión tenga lugar.

A las once de la noche, un guardia informó a M que debía abandonar el parque, ya que iban a proceder a su cierre. Como si fuera un sonámbulo llegó hasta su hotel, pagó su habitación tras pasar veinte silenciosos minutos dentro de ella, y, sin recoger ninguna de sus pertenencias, desapareció entre las sombras de las estrechas calles que llevaban hasta lugares que poca gente conocía. Cuando, con las primeras luces del día, entraron los empleados del hotel para preparar la estancia para un nuevo cliente, limpiaron, sin saberlo, las invisibles muestras de amor que M derramó por D en aquellos veinte silenciosos minutos.

Con la falda recogida entre las manos, corría D la distancia que separaba su casa del hotel en el que se hospedaba M. Angustiada, se imaginaba la mirada que le dirigiría, sus orgullosos ojos clavándose en ella, mostrándole con toda la crudeza posible el terrible pecado que había cometido con su ausencia el día anterior. Sólo esperaba poder convencerle, que entendiera las razones de su retraso: la oferta de matrimonio y su rechazo; la sorprendida reacción de su padre y el posterior enfrentamiento, que sólo acabó con el infarto que sufrió su progenitor. Y que ella no podía dejarlo así, no podía irse para siempre, bien lejos, sabiendo que había sido por su culpa que él quedaba en ese preocupante estado. Lo que había sufrido durante toda la noche, pensando en el daño que había causado a los dos seres que más quería, a M y su padre, era algo que había estado a punto de matarla. Sólo cuando el médico le aseguró que su padre se encontraba mejor y que requería reposo absoluto, se atrevió a buscar a su amado, esperando encontrarlo para suplicarle que la comprendiera.
Jadeante, llegó hasta el mostrador de recepción del hotel N, para preguntar inmediatamente por el señor M, que se hospedaba en una de sus habitaciones.
-Efectivamente, señorita –le contestó el empleado-, el señor M tenía una habitación en este hotel. Pero, según indica el libro, se marchó esta madrugada tras satisfacer el pago de la cuenta.
-¿Y no ha dejado señas de a donde se dirigía?
-Pues -respondió el recepcionista, sorprendido por la ansiedad que se podía apreciar en la voz y el rostro de esa joven- mucho me temo, señorita, que no, ninguna indicación de donde pensaba dirigirse.

No volvieron a verse hasta pasados 42 años, 7 meses, dos semanas y 3 días, en el hospital benéfico de … Durante todo aquel tiempo separados, no hubo una sola mañana en la que D no fuera el primer pensamiento de M, ni una sola noche en la que los ojos de ella no vieran el rostro de él antes de acostarse. Cada uno susurró en sus sueños y pesadillas el nombre del otro innumerables veces, y todos los días recordaban aquel dos de septiembre con los ojos cerrados y los puños apretados, como si creyeran que de esa manera iban a poder volver atrás en el tiempo o deshacerse del profundo peso que les oprimía dentro.
Cuando se reencontraron, M ya no era el orgulloso heredero de una de los más importantes linajes de su tierra. Tras vagar durante un tiempo por varios países, acabó volviendo a su casa. Allí, sorprendió a todos los que le conocían por el cambio que había experimentado desde su marcha: la vitalidad y fuerza que antes derrochaba se había convertido en una mustia apatía, en un profundo silencio del que no lograron sacarlo ni sus amigos ni ninguna de las aficiones con las que antes disfrutaba. Sólo el estallido de la guerra entre los dos países consiguió sacarlo de su silencio. Llamado a filas, contestó con rapidez, dispuesto a dirigir un batallón en el frente. Durante meses, se lanzó a la batalla con el único pensamiento de lograr que una bala enemiga atravesará su pecho y le permitiera olvidarse de todo lo que había pasado, de ese amor fracasado que le pesaba como si de un nuevo Atlas se trataba. Hasta que, un día, una bomba estalló cerca de él. Antes de perder el conocimiento, M pensó en D, y una lágrima recorrió su rostro por última vez.
Despertó tres días más tarde, en un abarrotado e infectado hospital militar, en una de las innumerables camas que formaban largas hileras, ocupando cada palmo de suelo con la misma avidez con la que se busca agua en el desierto. Intentó moverse, levantarse o llamar a una enfermera, y fue entonces cuando escubrió que había perdido la pierna izquierda por completo. Pasó ahí muchos días, intentando recuperarse de la gravedad de sus heridas. Durante su convalecencia, le fueron llegando tristes noticias como un continuo goteo: primero su padre, luego su madre, y finalmente su hermana, fallecieron durante aquellos largos y duros meses en los que se decidía la suerte de la contienda. Finalmente, la guerra llegó a su fin, y para M comenzó un largo vagar por el desierto: la derrota de su país conllevó la pérdida de todas las tierras que constituían el patrimonio de su familia. Sólo, mutilado, únicamente recibió el silencio de su país, un pueblo que le daba la espalda avergonzado de ese antiguo combatiente que no hacía otra cosa que recordar a todo el mundo la vergüenza de la derrota. Malvivió durante años, sobreviviendo sólo gracias a la reducida pensión que recibía como mutilado de guerra, hasta que, sintiendo que su final se acercaba, decidió volver allí donde había dejado todas las esperanzas de su vida.
La vida de D como duquesa de W no fue mucho más feliz. Durante semanas estuvo buscando a M, agarrándose a cualquier resquicio de esperanza, a la vez que temía por la vida de su padre, obligado a guardar cama desde aquel desgraciado día. Finalmente, seis semanas después, su padre exhaló su último suspiro, y todas las esperanzas de D desaparecieron con él. Incapaz de ofrecer más resistencia, acabó aceptando la oferta de boda que le ofrecían los duques.
A lo largo de su matrimonio apenas conoció otra cosa que no fuera el desprecio de su aristocrático marido por su origen burgués, a pesar de que el dinero que ella aportó fue lo que permitió a su familia mantener todo el patrimonio familiar. Tampoco sus hijos resultaron una gran alegría: el mayor fue el único rayo de luz de aquellos años, un muchachito que le recordaba a M, como si su amor por él se hubiera proyectado en el pequeño. Era su salvavidas para los desprecios de su marido y la decepción de su segundo hijo, el vivo retrato del duque, despreciativo y colérico. Por ello, su desdicha fue mayor el día en el que su primogénito murió al sufrir una mala caída del caballo que su padre le acababa de comprar. Tras aquel funesto episodio, incapaz de aguantar un solo día más, se refugió en el hospital de … para ayudar a las monjas con los enfermos que atendían, sin salir siquiera para acudir al entierro de su marido o a la boda de su segundo hijo.
Fue en una de las habitaciones de ese hospital donde se encontraron, en la que acomodaron a M poco después de llegar al país, cuando una de las monjas lo encontró en el parque de A, justo al lado de la entrada a la cueva de los T, aterido por el frío, con una larga y sucia barba, pidiendo unas monedas para poder comprar algo para comer. Las monjas lo trasladaron al hospital y pidieron a D encargarse de aquel silencioso extranjero, ya que ellas estaban demasiado atareadas con el resto de pacientes y ella era la única que hablaba su idioma.
Ninguno de los dos reconoció al otro, incapaces de ver en las arrugas y los golpes de la vida los ojos que en el pasado se cruzaron con tanto ardor. Durante semanas, apenas se dijeron unas pocas palabras, siempre en la lengua de M, ya que éste no descubrió que conocía la del país. Los dos se habían convertido, con los años, en personas silenciosas, sumidas en las oscuras profundidades de su pasado, indiferentes al resto del mundo, recordando el momento en el que todas las promesas de su vida se vieron truncadas.
Un día, sin embargo, se rompió esa rutina. M estaba mirando por la ventana cuando entró D para llevar a cabo la primera visita del día. Tras tomar la temperatura del enfermo y recoger un par de prendas para llevarlas a lavar, se disponía ya a cerrar la puerta cuando M pronunció sus primeras palabras en la lengua de D.
-Ese día amaneció igual. El sol salió con mayor rapidez que de costumbre, y se quedó ahí arriba, en lo más alto, hasta que, de repente, anocheció.
-¿Habla mi idioma? –respondió D, tras un instante de sorpresa al oírle hablar en su lengua.
-Perfectamente señora, lo aprendí en mi juventud y tuve la fortuna de practicarlo durante una breve temporada aquí.
-¿Y por qué no lo dijo antes? Habría podido recibir atenciones de mejores enfermeras que yo.
-No hacía falta, usted lo ha hecho perfectamente. Además, no sé porque, pero me gusta su presencia.
A partir de este breve diálogo, las relación entre los dos empezó a crecer. Cada mañana, D pasaba más tiempo con M, disfrutando de la amable conversación de aquel extranjero que hablaba con tanta dulzura. Algunas veces sus ojos se ensombrecían y su voz se oscurecía, pero en general tenía buena disposición, algo que no dejaba de sorprenderla al verle en la condición en que se encontraba. Sin que ellos lo supieran, cada uno fue abriendo su corazón al otro, como hacía tantos años antes. Como entonces, lo importante no eran las conversaciones en sí mismas, sino el tono, los silencios, la atención con que cada uno escuchaba al otro. Hablaban de cosas tan cotidianas y banales como la noche que habían pasado o los gustos culinarios que tenían, recuperando, inconscientemente, los años perdidos.
Hasta que un día, D abrió la ventana de la habitación de M y, tras las primeras palabras, él comenzó a contarle su historia de amor de juventud. El paso de los años y la distorsionada visión de cada uno de ellos impidió que D descubriera quién era aquella joven de la que el enfermo hablaba con ese brillo en los ojos y esa pasión en las palabras. Apenas le interrumpió, encandilada en la belleza de los sentimientos que le describía. Le sonaban algún que otro detalle, pero estaba segura de que eso era simplemente debido a que, al final, todas las historias de amor se parecen.
Sólo cuando le describió el colgante con las dos fotos que él le regaló, ella supo descubrir la identidad de M. La sorpresa de la revelación le impidió otra reacción que no fuera llevarse la mano al pecho donde, oculta tras la ropa, mantenía ese recuerdo año tras año. Inmediatamente, reconoció tras las arrugas los rasgos de su viejo amor, tras la voz grave las vibraciones que años antes la habían enamorado, tras las llagas las manos que un día la poseyeron. Quiso descubrirle quién era, pero quería disfrutar un rato más de aquel momento, de aquel instante mágico tanto tiempo deseado y que, finalmente, se le había concedido. D iba reviviendo todos aquellos momentos casi olvidados por el tiempo, desde el momento en el que se conocieron a la emoción del primer beso. Lo sintió todo con tanta fuerza que le parecía que volvía a estar en ese lejano pasado. Cerró los ojos, mientras se sumergía en los breves días de su juventud siguiendo la narración.
De repente esta se paró durante un instante, y desde el momento que M retomó su historia, D supo que no se detenía en los días felices, sino que continuaba, entrando en la desesperación y el dolor que siguieron. Volvió a abrir los ojos, y de la misma manera que la frialdad sustituyó al calor en la voz, el brillo de la mirada dio paso a la más profunda oscuridad. Quieta en el sillón, D escuchó el fin de la historia, aturdida por el sufrimiento que vio reflejado en ella, sin saber si revelarle o no su identidad por temor a la reacción que pudiera tener.
Durante días, no se atrevió a volver a entrar en la habitación, a pesar de que las monjas que la sustituían le decían que todas las mañanas el enfermo preguntaba por ella. Cada vez más desesperada, pidió unos días descanso para poder pensar lejos del hospital y de su presencia. Durante una semana dio largos paseos por el parque de A, deteniéndose en el mismo lugar en el que durante todo un día él la estuvo esperando. Sintió las esperanzas y los temores de aquel lejano dos de septiembre, sin saber cuál era la decisión correcta, si descubrir la verdad o mantener la situación. Ella deseaba con todas sus fuerzas contárselo todo, desnudar su corazón y decirle cuanto le había echado de menos, cuanto le había añorado y esperado. Pero, ¿cómo reaccionaría él? Los sentimientos que vio en sus ojos mientras oía como la esperó todo el día, el triste regreso a su casa y la desgraciada vida que había llevado, le hacían temer que la rechazara. Y además, ¿qué podían hacer ya los dos, viejos y desgraciados cómo eran? No había ninguna posibilidad de arreglar lo que había ocurrido, y si le decía la verdad seguramente sólo conseguiría aumentar su dolor.
Con esa decisión, se levantó del banco del parque en el que llevaba sentada todo el día, dispuesta a volver al hospital al día siguiente, manteniendo su secreto sólo para sí. Pero entonces, caminando por una de las avenidas del parque para salir y dirigirse al hospital, vio a una joven pareja de enamorados. No hacían nada especial, sólo pasear juntos, pero no pudo evitar fijarse en ellos y, quién sabe por qué, verse reflejada en esa pareja, en todos sus sueños y sus esperanzas, las mismas que ella tuvo tanto tiempo atrás, compartidas con M. Y en ese mismo instante cambió de opinión. Decidió que debía arriesgarse y aprovechar esa segunda oportunidad que le presentaba la vida, hacer caso de su corazón y no de su cabeza, rendirse a los sentimientos que luchaban por salir.
Tras recorrer todo lo rápido que su edad le permitía la distancia entre el parque y el hospital, entró dispuesta a declararse en ese mismo momento, ansiosa por conocer la respuesta. Se sintió temblorosa y tímida, como una jovencita que va a recibir su primer beso. Notó como se sonrojaba mientas avanzaba por los pasillos en dirección a la habitación de M, cuando chocó con una de las monjas encargadas del hospital.
-Ah, es usted. Buenas noches querida, ¿se ha enterado ya? -dijo la religiosa.
-Buenas noches, madre. ¿Enterarme de qué?
-Es ese paciente extranjero suyo, ése con el que últimamente ha pasado tanto tiempo. Desgraciadamente, ha fallecido hace poco menos de una hora.

miércoles, 21 de mayo de 2008

SOLA LISBOA, CASI VIUDAD

Así se quedó la ciudad en 1583, cuando Felipe II la abondonó, prefiriendo los bosques y la meseta castellana a los atardeceres en la ribera del Tajo. Desde entonces se han sucedido varios siglos, pasó la época de las dinastías y de los reyes; pero no cambia: triste, desamparada, buscando aún quién la pueda consolar y remedie su melancolía.
Cada esquina, cada casa, está impregnada de ese aire ensimismado que parece envolver a sus gentes. Como si recordaran siempre otro tiempo, pretérito, que ninguno ha conocido nunca, pero que todos añoran como si lo acabaran de perder. El mismo idioma y la música que cantan, esos fados que rasgan el corazón en cada nota, se adaptan al ritmo que marca Lisboa.
Una ciudad en la que parece que el tiempo se mide de otra manera, al margen del resto del mundo.
Mientras tanto, la Torre de Belem suspira, a la espera de que vuelvan los barcos que traían noticias y riquezas de puntos cada vez más alejados, de nuevas y fascinantes tierras habitadas por animales imposibles y cuyos habitantes hablaban extrañas lenguas. Y el castillo de San Jorge se apresta para la lucha, los cañones están listos para recibir a un enemigo que nunca llega, conquistando todos los espacios un silencio que sólo se rompe por las tristes notas de un fado que se arrastra por el aire.
Sola Lisboa, casi viuda... Quizá esperando a que don Sebastián vuelva y la haga sentirse hermosa de nuevo.