martes, 30 de junio de 2009

El circo


En la Antigüedad, Roma era una megaurbe de un millón de habitantes. Si lo extrapoláramos a la época actual, sería, con diferencia, la ciudad más grande del mundo. A ella acudían miles y miles de personas, esperando conseguir unas migajas del inagotable río de riquezas que acudían a la Ciudad Eterna.
¿Cómo podían, con los medios de la época, controlar las élites a esa muchedumbre? ¿Cómo podían evitar la rebelión de la plebe? La fuerza pocas veces era una opción, en aquella ciudad de calles estrechas y súperpoblada. Tan sólo Sila, el favorito de la Fortuna, se atrevió y logró controlar la ciudad con sus legiones, regando las calles con la sangre de todos sus enemigos.
Los romanos, auténticos pioneros para tantas cosas, se limitaron a asegurar dos necesidades básicas de las personas, y crearon así una práctica política que, dos mil años después, sigue siendo sumamente efectiva: «Panem et circenses». Alimento y diversión para tener contenta a la masa, para que se olviden de los abusos que sufren continuamente. Una política exitosa, ya que apenas hay registro de grandes revueltas en Roma, y todo régimen que ha seguido esa política se ha asegurado la paz interna.
De hecho, los políticos han evolucionado, y han aprendido a ahorrarse la mitad de la frase. Con cuatro millones de parados, y subiendo, el gobierno ya no nos asegura el «panem». Los Césares, al menos, daban pan gratis. Hoy, cada vez menos gente tiene trabajo y el subsidio de desempleo se agota
Lo que no falta, sin embargo, es el «circenses». Hoy, como si de un dios se tratara, se ha presentado a Kaká en el Santiago Bernabeú. Hay partidos para los que el estadio no se llena como lo ha estado hace pocas horas. Miles de personas para aclamar a un jugador que todavía no ha sudado con esa camiseta y, sobre todo, al presidente, a ese «ser superior» al que los medios adoran y los madridistas parece que hemos adoptado como nuestra estrella, aunque nunca le hallamos visto dar patadas al balón. Según decían, inmediatamente después de la presentación, la vista no podía abarcar las colas de gente que esperaba, ansiosa, para comprar la camiseta del nuevo jugador del Real Madrid.
Y todos parecían felices y contentos. Teniendo en cuenta que la mayoría de los presentes eran jóvenes adolescentes, estadísticamente un número importante de todos ellos tienen a uno de sus progenitores en el paro, si no los dos. Eso no era obstáculo para que estuvieran dispuestos a comprar una camiseta de su nuevo ídolo, al precio de unos 80 euros (por lo menos). Dinero que viene de sus padres.
Pero eso es lo que buscan nuestros gobiernos. Que nos olvidemos de sus desastrosa gestión y nos centremos sólo en el circo que nos han montado, dirigido por uno de los miembros de la élite cuyos bolsillos están bien llenos mientras los demás sufrimos por conservar nuestro trabajo o nos enfrentamos al paro (en mi empresa hoy se ha ido un compañero, probablemente le seguirá algunos más este año).
Yo no soy para nada lo que tradicionalmente se considera de izquierdas, y además soy aficionado del Madrid, pero creo que tengo el suficiente juicio crítico como para ver que nuestra sociedad ha perdido el rumbo, no cuando se pagan millones por un futbolista (al fin y al cabo, el Madrid es un club deportivo que no tiene que dar beneficios, sino lograr éxitos deportivos, y eso se logra con los mejores futbolistas, y Kaká es de los mejores), sino cuando hay tanta gente que lo aplaude y lo jalea. Y que sólo está esperando a que presenten a Ronaldo para seguir con el festival.

viernes, 19 de junio de 2009

generación nostálgica

En 2006 apareció la novela Nocilla dream, de Agustín Fernández Mallo. Fue un pequeño boom, que ha dado nombre a la generación Nocilla. Sólo un periodista podría haber puesto un nombre tan horrendo, incluyendo en este grupo a escritores que van desde los veintialgo hasta los cuarenta y pocos. ¿Qué pueden tener en común personas de estas edades? Poco, unos todavía están decidiéndose que hacer en este mundo, mientras que otros ya tienen trabajos estables, hijos y esperanzas largo tiempo olvidados. ¿Pueden personas tan dispares formar una generación? Está claro que no, pero como dice un dicho de la profesión, no hay que dejar que la realidad estropee una buena historia.
Pero esto no va de generaciones de escritores y periodistas estúpidos. Va sobre la generación a la que pertenezco, a la que (aquí sí) podríamos llamar Nocilla y mileurista, ese salario máximo al que podemos aspirar hoy en día, a pesar de nuestras licenciaturas, doctorados, Erasmus y másters. Somos un grupo que ha vivido protegidos por unos padres que nos han dado todo lo que ellos no tuvieron: mi padre montó en avión por primera vez a los 21 años, yo a los 9; ninguno de mis padres hablan idiomas, mientras que yo los he estudiado desde pequeño. Hemos vivido cómodamente, sin ninguna privación, pensando en que cuando empezaramos a trabajar viviríamos como en Friends: independientes, buenos trabajos, con amigos y seguridad cara al futuro.
La realidad es otra. Muchos apenas podemos independizarnos sin dejarnos casi todo nuestro sueldo (y para irnos a un piso compartido), quedando entre dos alternativas, ninguna muy apetecible: irnos de casa y olvidarnos de todos los caprichos que hemos tenido desde pequeños; o seguir aguantando con nuestros padres.
¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? Sería una opción, pero la última gran revuelta de la juventud fue mayo del 68, que buscaba un mundo más libre frente a la seguridad de la Europa de la posguerra. Dicen que, frente a la generación de nuestros padres, somos unos conformistas, más preocupados por jugar a la Play que por las libertades que tanto han costado conseguir. Sin embargo, es el discurso de los que protagonizaron la revuelta parisina hace cuarenta años y que ahora gobiernan el mundo, causantes de este mundo en el que vivimos. Si mayo del 68 fue tan grande y positivo, ¿por qué hemos ido perdiendo bienestar desde entonces? Antes uno tenía trabajo desde joven, apenas había ERES, la seguridad social estaba asegurada, y los hijos vivían mejor que los padres. Ahora es al revés, los hijos vivimos peor que nuestros padres, la seguridad social está en peligro y los que tenemos la suerte de trabajar lo hacemos a cambio de sueldos escandalosamente bajos. ¿Vale la pena hacer como ellos, rebelarse para empeorar luego el mundo?
Quizá por ello, por vivir en un mundo que no tiene sitio para nosotros y que nosotros no sabemos afrontar, se da la ola de nostalgia que se ha puesto de moda desde hace pocos años. Creo que era Isaac Rosa el que, en uno de sus primeros artículos en Público, criticaba esta moda, diciendo que no era más que una táctica de las grandes corporaciones para mantenernos adormilados mientras seguían explotándonos.
Creo que Rosa exagera, ya que él y todos sus colegas del periódico ven conspiraciones de los grandes poderes económicos en nuestra contra. Pero es indudable que las compañías se aprovechan de nuestros gustos, como muestran los anuncios que últimamente salpican nuestras pantallas. Ahora es la campaña de Minute Maid

hace poco era una campaña de Coca Cola

Saben que volvemos a estremecernos con nuestras aficiones de la infancia, como esa Nocilla con la que merendábamos y que la editorial Candaya aprovechó para titular el libro de Mallo, o esas serie de dibujos que veíamos por las tardes y las mañana de los fines de semana, que un grupo ha aprovechado para hacer fortuna: “El hombre linterna” nos deleita con las canciones de Oliver y Benji, El príncipe de Bel-Air o Comando G, entre muchos otros. Es increíble ver a treintañeros dejándose los pulmones cantando esas canciones. ¿Quieren volver a tener 7 años?
No sería algo descabellado pensar que así es. Cuando éramos pequeños las cosas eran seguras y creíamos que el mundo iba a ser nuestro. Nos decían que estudiando íbamos a llegar lejos, era nuestra llave para conseguir los trabajos con los que soñábamos, imitando a los personajes de las series y películas que devorábamos. En cambio ahora, a nuestra edad todavía joven pero acercándonos a la edad adulta, toda esa seguridad ha desaparecido y nos vemos convertidos en Peter Pan de espíritu, ya que cada vez estamos más calvos o con más canas, más gordos y empezamos a comer sano y preocuparnos por cosas que antes nos aburrían. Queremos crecer, pero no nos dejan y tampoco sabemos como hacerlo. Como decía aquella clarividente creadora (o popularizadora) del término “mileurista”, no está mal e incluso tiene sus momentos, pero ya cansa.