lunes, 13 de octubre de 2008

¡Lo que hay que oir!

A finales del siglo XVII las Provincias Unidas (Holanda) era una de las más grandes potencias del mundo. Su poder se asentaba sólidamente en la fuerza de sus comerciantes, que habían poblado los mares del mundo con sus barcos, más veloces y grandes que los de ningún otro país. Era, en todo el sentido de la palabra, una potencia global, que seguía con tanto interés la evolución de los precios en Rusia como las luchas de poder en China. Por ello, se veía obligada a mantener enviados diplomáticos en los más lejanos y exóticos lugares del ancho mundo.

En uno de los países más alejados de Holanda, en el magnífico reino de Siam, el embajador holandés entretenía al rey y su corte con los relatos del país del que venía. Le escuchaban asombrados, sorprendidos por lo que descubrían a través de sus labios sobre aquel lejano lugar. En medio del sofocante calor de esas latitudes, les contó que en su tierra, en la época en que bajaban las temperaturas, las aguas llegaban a solidificarse de tal manera que los hombres podían caminar sobre ellas. Incluso un elefante, si en Holanda los hubiera, podría cruzar las aguas.

Para los oídos de Su Majestad, aquello fue demasiado. Indignado por el atrevimiento del embajador, le dijo: «Hasta este momento he creído las cosas extrañas que me has relatado, porque ví en ti un hombre sensato y de honor; pero ahora estoy seguro que mientes.»

En Juan Pimentel, Testigos del mundo. Ciencia, literatura y viajes en la Ilustración, pág. 30, Marcial Pons Historia, 2003.

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