domingo, 24 de febrero de 2008

¿te acuerdas?


-¿Te acuerdas de mí?
-No, pero me encantaría.
Su pelo era castaño, pero tan claro que por momentos parecía rubio, o blanco, según como le diera la luz. Era pálida, como recién salida de una familia burguesa inglesa de mediados del siglo XIX. Te la podías imaginar en uno de esos grandes salones victorianos en los que se mezclaban las altas clases británicas para fumar puros, discutir sobre política mundial como quién habla del patio trasero de su casa y establecer alianzas a través de los jóvenes miembros de la familia. Era alta para ser una chica; llegaba casi a mi altura. Sus ojos eran bonitos, aunque no tenían nada especial; no eran verdes ni azules, tampoco eran grandes o profundos. Pero miraban con curiosidad y simpatía, directamente a los ojos, sin ser avasalladores ni inquisitivos. Resultaban, más bien, un foco de atracción del que no se podía apartar la vista. Sonreía con facilidad, animándote de esa manera a seguir hablando con ella y diluyendo las pequeñas imperfecciones que pudieras ver en su rostro (un lunar, un hoyuelo en un lugar equivocado, un ligero tic en el ojo izquierdo…). Hablaba con una voz suave y agradable, como si susurrara dulcemente sus palabras al oído para que sólo las pueda oír aquel al que se dirige.
Le hizo gracia mi respuesta. A pesar de la escasa luz que había en el bar, yo me había quedado fijo en ella desde que había entrado, hacía diez minutos. Había perdido la conversación en la que estaba con mis amigos, mirándola sin cesar. Ella, por supuesto, se dio cuenta, y se giró un par de veces, para ver de quién eran esos ojos que notaba fijos en ella. Hasta que se levantó, fue a la barra a pedir algo y, en vez de volver a su mesa, se acercó decidida donde yo estaba, inclinándose sobre mí para que la oyera mejor sobre el ruido del bar. «¿Te acuerdas de mí?», me preguntó.
Me acordaba de ella, pero no la había reconocido. Manteniendo la sonrisa, me recordó la fiesta en la que nos habíamos conocido pocos meses antes. Habíamos empezado a hablar al quedarnos solos los dos en la mesa de las bebida y acercarnos a la vez a coger la misma botella de whiskey. Al final nos la llevamos a una esquina, para poder acabárnosla a solas sin que nadie nos la quitara. Y poco a poco nos fuimos conociendo: donde trabajamos, qué habíamos estudiado, a donde queríamos viajar, o porque nos gustaba más el otoño que la primavera, si la primera es gris y la segunda luminosa y llena.
-Ya veo, me has olvidado- me dijo, simulando una cara triste y morritos .
-¡Qué va!- protesté.- Es que con tan poca luz no me había dado cuenta de que eras tú.
-¿Es por eso por lo que me estabas mirando?
-¡Síííííí!- le dije sonriendo.- Me sonaba tu cara y estaba tratando de acordarme donde te había visto antes. Y, ya ves, tenía razón.
Todo lo que me rodeaba había desaparecido. No existían los amigos con los que había estado hablando hasta hacía poco, había desaparecido la música y el ruido. Sólo tenía ojos para ella, para su eterna sonrisa que me iluminaba por completo. No sé cuanto rato estuvimos hablando, pero sí que no aparte la vista de ella en ningún momento. Recuerdo sus movimientos y sus gestos, como se agarraba de la manga izquierda de la vieja camiseta negra que llevaba o como cogía y volvía a dejar su vaso en la mesa sin habérselo llevado a los labios. Yo le hablé de mi nuevo trabajo, al que me había cambiado buscando un salto de calidad y me había encontrado con una empresa diariamente al borde del cierre por locura colectiva; y le expliqué mi odisea para hacerme entender en Alemania, cuando intenté pedir en un restaurante utilizando cinco idiomas distintos, mareando al pobre camarero. Mientras, ella me contó sus vacaciones en la playa; me describió el nuevo piso al que se había mudado en el centro con tres amigas y que se caía a pedazos; y confesó las dificultades que tenía en su clase de dibujo para avanzar por su incapacidad para dar volumen a las figuras.
-¿Por qué no te pasas a la fotografía?- le dije, completamente en serio, aunque ella se rio como si le hubiera hecho una broma.
Y así, sin darnos cuenta, llegó la hora en que cerraban el bar. Sin saber qué hacer, nos separamos para hablar cada uno con su grupo. Y yo temí que se volviera hacia mí y me dijera que lo había pasado bien pero que tenía que irse, que esperaba volver a verme, que hasta otra. Apenas hacía caso a mis amigos, desviando la mirada hacia ella, deseando que se quedara sola, esperándome debajo del farol que la alumbraba. Y, de repente, cuando me volví otra vez hacia ella, ahí estaba, acompañada sólo por otra chica, y yo no pude evitar una sonrisa.
Cuando, por fin, me acerqué a ella, después de haberme despedido de mis amigos, me presentó a su amiga, que no tardó en irse, dejándonos solos en aquella calle bajo la luz amarilla del farol.
-¿Y a donde vamos? ¿Quieres ir a otro bar? –le pregunté.
-No… ¿Por qué no damos una vuelta por aquí? Ahora está tranquilo y hace buena noche.
Las calles de alrededor eran peatonales y estrechas, con antiguas casas de dos pisos. Todos los bares que había por ahí ya habían cerrado, y el silencio sólo se rompía por el ruido de locales lejanos, donde todavía se atendía a los noctámbulos. Así que nos encontramos los dos solos, paseando, mientras nos contábamos viejos recuerdos y nos sonreíamos el uno al otro.
Después de dar varias vueltas, de pasar dos o tres veces por la misma calle, llegamos a una pequeña plaza, en uno de cuyos extremos había una bonita estatua de un viejo poeta, tan olvidado que hasta su nombre estaba oculto por las plantas que habían crecido cerca de ella. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra, ella con las piernas cruzadas y yo con los pies en el suelo.
-Es bonito este sitio -dijo mirando alrededor de la plaza-. No lo conocía, y mira que he salido veces por aquí.
-Está un poco escondida, pero es de mis favoritos. A mí me gusta porque, aparte de que es bonita, es un lugar muy íntimo: una plaza pequeña y tan rodeada de casas y pequeña, y muy poca gente que pasa.
En ese momento me giré y, al ver sus sonrientes ojos fijos en mí, me incliné sobre ella, bajo la atenta mirada del poeta, para besarla por primera vez.

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