sábado, 9 de febrero de 2008

Sueños de juventud


Aquel día me desperté pronto, poco después de las seis de la mañana. Quería salir temprano, así que lo había dejado todo preparado la noche anterior: la ropa sobre la silla, al lado de la única mesa que había en la habitación, puesta según el orden en el que me iba a vestir. La pequeña maleta que me acompañaba en el viaje estaba lista, con mis escasas pertenencias dentro, al lado de la puerta. Todo preparado, por tanto, para perder el menor tiempo posible, lo indispensable: una rápida ducha y un ligero desayuno, que tomé de pie, al lado de la ventana, mientras los primeros rayos de sol empezaban a iluminar las calles y, perezosamente, unas pocas figuras daban la bienvenida al día. Al mismo tiempo que el reloj daba las seis y media cerraba la puerta de la habitación, cerrando una página de mi vida, a la espera de empezar la siguiente.
Me presentaré. Soy un tipo sin ninguna cualidad especial, completamente normal. Tengo casi 40 años, de estatura media, moreno, pelo corto, con el mismo peinado que mi madre utilizaba cuando yo era todavía demasiado pequeño para hacerlo por mí mismo, a un lado, con la raya en la izquierda. Aunque en los últimos tiempos he ganado algo de peso, soy lo que podríamos llamar normal, ni delgado ni gordo. Mis aficiones preferidas son pasear, leer, ver cine negro americano de los años 30 y 40, nada especial, nada que no se pueda encontrar en muchas otras personas. Mi comida favorita es la pasta, prefiero la carne al pescado, en verano tomó muchas ensaladas, y en invierno prefiero las legumbres, aunque no he logrado llegar a hacerlas como las hacía mi madre. No me gusta el vino, ni el champaña, ni la cerveza, ni el café, ni el té. De hecho, no me suelen gustar las cosas que no me gustaban cuando tenía diez años. Lo que más me gusta en el mundo es sentarme en el parque en otoño, un día después de que haya llovido. El aire es limpio, fresco, aunque estés en el centro de una gran ciudad puedes oler las plantas y los árboles que te rodean. Esa sensación me gusta porque es uno de los pocos momentos en los que estoy en paz conmigo mismo, con el mundo y con todo lo que me rodea. A veces llevo un libro y leo unas páginas, pocas, porque prefiero disfrutar ese instante en su plenitud. Desgraciadamente, al día siguiente esa sensación desaparece.
La decisión de marcharme fue una sorpresa para mis conocidos y, debo decir, también para mí. Yo nunca había sido una persona que tomará una decisión tan radical como aquella: abandonarlo todo, la seguridad que había ido cultivando durante años. Lo habitual, lo que todos esperaban que hiciera (y, de hecho, durante un tiempo, yo también pensaba), era que buscara un nuevo trabajo, en el mismo sector en el que había estado desde que empecé a trabajar. Había que aprovechar que todavía se acordaban de mi nombre y de mis aptitudes. Aquella era la decisión normal y yo, como ejemplo de normalidad que era, debía haber seguido ese camino, de la misma manera que lo primero que haces después de cada espectáculo teatral es aplaudir, independientemente de que te haya gustado o no.
Sin embargo, un día, creo que era miércoles, me desperté un poco más pronto que de costumbre. Mi cerebro, simplemente, emitió la orden de dejar de dormir y abrir los ojos. La habitación estaba a oscuras, pero por entre las rendijas de la persiana se dejaban ver ya los primeros rayos de sol, una tímida luz que iluminaba con debilidad la pared de la habitación. Hacía dos semanas que mi empresa había cerrado, debido a que uno de los dueños había robado gran parte del dinero. Desde entonces, superada la primera impresión, me había empezado a mover para encontrar un nuevo trabajo. No estaba, ni mucho menos necesitado, ya que, debido a mi naturaleza precavida había ahorrado durante años, y tenía dinero más que suficiente para mantenerme durante cierto número de meses sin problemas. Por otra parte, aunque me hallaba en la media de edad más complicada para encontrar un nuevo empleo, tenía cierto prestigio, todavía fresco, que debía facilitarme la vuelta al trabajo. No obstante, había iniciado la búsqueda con ciertos temores, pues el encontrarme sin trabajo era una situación anómala que requería una solución inmediata, algo que no encajaba dentro de la normalidad que había regido siempre mi vida. Estos miedos se revelaron totalmente injustificados, pues ya me había entrevistado con varios colegas, y había un par de opciones que tenían buena pinta. Por ello, cuando pienso sobre aquella mañana, más extraordinaria me parece la decisión que tomé.
Con los ojos completamente abiertos, fijos en la luz que se reflejaba en la habitación, comencé a recordar una vieja aspiración que había tenido de pequeño. Cuando, alrededor de los ocho años, empecé a leer, los libros que, desde el primer momento y hasta que lo dejé (cuando, con 23 años, empecé a trabajar y a llegar demasiado cansado para ponerme a leer), mis favoritos fueron siempre los que trataban de viajes, desde aventureros, hasta el típico libro de viajes. Siempre me fascinaron las figuras (auténticos héroes para mí) que se adentraban en lo desconocido de lo lejano, se enfrentaban a la inmensidad del mar o del camino, a la búsqueda de nuevas emociones y tierras. Recuerdo que, cuando tenía 10 años, nos mandaron escribir en clase de lengua una redacción sobre lo que queríamos ser de mayores y a algunos nos tocó leerla. Cuando me tocó ponerme en pie y contar a mis compañeros cual era mi sueño, me temblaban un poco las piernas y las manos, pero no la voz. Y con tono tranquilo les descubrí que lo que de verdad me gustaría era poder viajar por el mundo y descubrir nuevas tierras y culturas, como aquellos personajes sobre los que leía, Marco Polo o, sobre todo, mi favorito, el británico Cook, que no sólo había viajado hasta los más lejanos y desconocidos rincones del mundo, sino que además había realizado grandes aportaciones en el campo de la cartografía. Recordando aquellos sueños de juventud me reí de mi anterior inocencia, pero, a la vez, me sentí seducido por esa aspiración. ¿En qué momento la había perdido? No sabría decirlo, hacía demasiado que no pensaba en esos temas.
A lo largo de todo aquel día no pensé en ninguna otra cosa más que en aquel sueño de juventud. Y, a medida que avanzaban las horas, me daba cuenta que no había perdido nunca esa idea, sólo la había dejado arrinconado, seguramente (ahora lo recordaba) desde que, con 14 años, murió mi padre y tuve que madurar a una inusitada velocidad, para poder apoyar a mi desconsolada madre primero y después, una vez fallecida mi madre, a mis hermanas pequeñas. Todo aquello me hizo tomar una serie de responsabilidades que me impedían por completo dedicarme a sueños quiméricos como aquellos. Pensando en todo esto, me invadió una profunda tristeza. No dudaba que había hecho, no ya lo correcto, sino lo que me habían dictado mi conciencia y mi corazón, que el chico que quería convertirse en viajero y descubridor se puso inmediatamente a disposición de aquellos que le necesitaban. Pero no pude más que lamentar que aquellos sueños que muchas noches me impedían dormir, no se hubieran cumplido nunca.
Y entonces me di cuenta de que, por primera vez en 25 años, estaba en condiciones de hacerlo realidad. No había nada ni nadie que me atara a ningún lugar, y tenía los recursos para lanzarme a iniciar el viaje que quisiera. Y, aunque era consciente de que ya no eran los tiempos en que, con un barco y con la determinación necesaria, se podían descubrir nuevos y paradisíacos lugares, adquiriendo fama para la posteridad, pensé que todavía quedaban muchos parajes que yo debía descubrir para mí.

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